
Vivimos en sociedades que aparentemente se mueven más por las matemáticas que por los mitos, por los libros de contabilidad más que por los de cuentos. La creciente mercantilización de la vida parece estar desembocando en un marcado romanticismo hacia los números. Los gráficos y las estadísticas disfrutan de presunción de veracidad, las cifras aparentan neutralidad y objetividad. ¿Dato mata relato? ¿Las cifras banalizan la importancia de las narrativas?
No necesitamos menos cuentas, pues debemos seguir echando números para comprender, proponer y evaluar con criterio. Aunque en campos como la economía también necesitaríamos otra forma de echarlas. Igual que tras una inundación lo primero que escasea es el agua potable, ante la crisis ecosocial resultan imprescindibles cuentas potables. Añoramos datos que hagan posibles economías ecointegradoras, capaces de incorporar en los sistemas de evaluación de las políticas públicas indicadores más complejos y de aplicar métricas biofísicas que permitan saber cómo se comportan realmente en relación a los factores críticos de la sostenibilidad (huella ecológica, emisiones, consumo de materiales…).
Aunque estamos convencidos de que el mejor conocimiento científico disponible es imprescindible, no son los diagnósticos más afinados o la información más certera lo que va a balancear a nuestro favor el equilibrio de fuerzas. Rebecca Solnit afirmaba recientemente que “Toda crisis es en parte una crisis narrativa. Esto es tan cierto para el caos climático como para cualquier otra cosa. Estamos acorralados por historias que nos impiden ver, creer o actuar en las posibilidades de cambio; algunas son hábitos mentales y otras propaganda de la industria. A veces, la situación ha cambiado pero las historias no, y la gente sigue las versiones antiguas, como mapas obsoletos, que conducen hasta callejones sin salida”.
Necesitamos más cuentos. Los mitos, las narraciones o las fábulas han sido durante milenios el principal método por el que nos comunicábamos. No es de extrañar que nuestro cerebro se haya modelado mediante el arte de contar historias; algunos etnólogos y comunicadores defienden una influencia determinante de las narraciones en la evolución humana, apelando a que somos un Homo Narrans. Las historias nos permiten cooperar y construir visiones compartidas de la realidad, consolidar o cuestionar creencias, y dotar de sentido a la vida.
Hace unos años, el periodista del New York Times Rob Walker y el escritor Josh Glenn realizaron un experimento que denominaron Estudio de objetos significativos, basándose en la hipótesis de que los relatos pueden convertir objetos insignificantes en objetos con un significado. Para demostrarlo compraron cien artículos de segunda mano en una plataforma de internet. Estos objetos comunes no tenían nada de especial, artefactos que habitan en buhardillas y trasteros de los que no cuesta deshacerse, por los que pagaron de media algo más de un dólar.
Sigue leyendo